sábado, junio 24, 2006

Príncipes

Subí la cremallera de mi chaquetón y cerré la puerta con fuerza. El viento soplaba con violencia y andar con remilgos a esas alturas era pecar de hipócrita. La visita a Javier me había devuelto a una ciudad que abandoné hacía ya unos años, a unas calles llenas de charcos por las que ya no pasaba. Miré por si venía algún coche y crucé a la acera de enfrente, donde, a no más de unos trescientos metros, había un café bastante tranquilo donde podría ordenar mis pensamientos sin que nadie me molestara. Ese maldito francés de costumbres excéntricas y mirada de loco tenía la capacidad de volver del revés mi mundo y a la vez centrarme como nadie, en su sano juicio, lograba hacerlo.

Me senté en la mesa más escondida que encontré libre y pedí un café con leche sin azúcar. Saqué el paquete de Amsterdamer, los filtros y el papel de liar del bolso, y me dispuse a cumplir con el rito de liarme un cigarro. Creo que la única razón por la que fumo tabaco de liar es por el momento de fabricar mi propio cigarro, con movimientos lentos y precisos, permitiéndome unos silencios prolongados mientras lo hago, haciendo perder en numerosas ocasiones la paciencia de mi acompañante, como si no tuviera el más mínimo interés de entablar conversación con nadie, más que con mi cigarro.

Cuando el camarero trajo el café ya había sacado mi libreta y mi pluma y estaba dando largas caladas al pitillo mientras observaba, con la mirada perdida, a los otros clientes del bar. Ninguno me llamó la atención en especial, así que me concentré en fumar mientras se enfriaba un poco el café.

Javier me había hecho las preguntas exactas para quebrar cualquiera tipo de seguridad que yo albergara sobre mi vida, y para hacer que todos mis pasos parecieran meros intentos de caminar de un niño de un año. Sabía sembrar la desconfianza en mí, esa desconfianza que no llega a ser represora, sino que tiene el volumen justo para gritarte sin que los que no la tienen que oír no la oigan, y lo suficientemente estridente como para hacer saltar la alarma cuando de verdad te la juegas. Había pronunciado, entre vino, humo y viejos discos de feria callejera, verdaderas sentencias nacidas de ese estado entre la locura y la brillantez que provoca tanto desconcierto al que no es capaz de comprenderlo. Ver a Javier así, con esa rapidez mental divagando solo por el salón, con la copa de vino en la izquierda y el cigarro en la derecha, con la mirada perdida en la nada, como dando un discurso a una multitud embelesada por sus palabras, me provocaba una tierna nostalgia, me recordaba ese tiempo en que nos amábamos sin soportarnos, cuando nos podíamos pasar hora definiendo el amor que nos teníamos.

Ahora todo había cambiado, cada uno seguía su camino. Nuestras vidas eran totalmente opuestas, pues él había seguido adelante con su sueño de ser escritor y ahora tenía en sus estanterías dos novelas que había publicado con menos de veinticinco años. Era realmente un genio, pero, como todos los genios y como buen escritor, era un ser egoísta, tremendamente oscuro y sin la menor preocupación por el futuro. Hacía unos años que yo había retomado mis estudios y había dejado mis poemas aparcados en un cajón, dejándome retomarlos sólo cuando el trabajo me lo permitía, que era en escasas ocasiones.

Javier sabía que yo me había ido a vivir con Pablo. Sabía que yo llevaba mucho tiempo sola y que necesitaba intentarlo de nuevo, borrar de mi mente un pasado que me había cortado las alas y me había hecho cerrar los ojos a otras oportunidades. Esta vez había saltado al vacío sin pensarlo dos veces.

Le conté a Javier lo feliz que era, la alegría que sentía sabiéndome querida, pudiendo besar cada mañana a la persona que amo. Javier, mientras le contaba todo esto, había estado mirando por la ventana y haciendo gestos negativos con la cabeza. Casi me había hecho sentir como una niña asegurando a su madre que había llegado tarde porque, de verdad, aunque no se lo creyese, había sido culpa del autobús.

Harta de dar tantas explicaciones sin que me las pidieran, que era lo peor de todo, me levanté del sillón indignada conmigo misma, apagué el cigarro con violencia, cogí mis cosas y salí de casa de Javier a toda prisa, como huyendo de una discusión en la que tenía todas las de perder. Entonces, justo cuando bajaba los primeros escalones, oí a Javier pronunciar pausadamente y con voz profunda las palabras que aún resonaban en mi cabeza:

- A estas alturas de tu vida, cariño, da igual que se llame Pablo, la cuestión es que necesitabas un príncipe azul.

martes, junio 20, 2006

Acordes de distancias vencidas

Me pierdo en los acordes de tu música cuando no estás, y bailo en una oscuridad iluminada por el brillo que diste a mis ojos.

Me duermo en tus palabras, con mi espalda en cada frase tuya, con tus ojos en mis sueños, con mis manos en tu cuello.

Me olvido del pasado cuando sonríes, y recuerdo que mis latidos siguen ahora tu ritmo, que aprendí a tener esperanza cuando me diste las razones para vivir, que no son otras que quererte, esperarte, acariciarte, oírte, buscarte…

Me despierto cada mañana con un solo nombre en mis labios… El amanecer me sorprende cada día soñándote, persiguiendo en la vigilia el deseo que alimenta mis días.

Me defiendo de la distancia con un corazón fuerte que ha soportado demasiadas condenas para, ahora, descansar en tu cintura.

Me paro a sentir con toda mi alma cada instante que te echo de menos. Esa punzada que se agarra a mi estómago me trae un susurro lejano, el mismo que cada noche, a la misma hora, me recuerda que me quiere.

Me escapo del miedo entregándome a tus ojos, dejándome caer en esa mirada, arañando con mis garras el cristal que me recuerda cada grano de sal que habita el desierto de nuestro error geográfico.

Me dejo sentir la vida en cada poro de mi piel, me dejo llenar por cada te quiero que sale de tus labios, me dejo querer como nunca me quisieron, aprendiendo cada día que la distancia no es nada cuando se lucha con el alma por delante.

Me doy en cada verso, en cada palabra, en cada suspiro, en cada silencio… me doy a ti sin condiciones ni reservas.

Me quiero dormir en tus brazos, darte un sol para tus mañanas, luz para tu vida, calma para tu alma. Porque mis manos ya no están vacías, ahora se llenaron para darte todo aquello que en mi vida tuve, y que espera sin tiempo para olvidarte a que vengas a por este ser que te pertenece.

martes, junio 06, 2006

Dame tu bendición

Dame tu bendición, le pedí al tiempo. Necesitaba tan sólo una certeza, una pequeña lucecita a la que mirar en la oscuridad. Tenía un cajón con canciones para cada ausencia. No necesitaba un arreglo floral, sino un revulsivo potente que me estremeciera el cuerpo. Los abrazos de amigo me prolongaron el letargo, pero el fin es inevitable, y la conciencia un obstáculo. Me eché a las calles mirando almas de frente, desafiando a la urbe con un nuevo punto de vista. Contestaba en negrita y bebía de un sorbo las apuestas, pero la oferta y la demanda no son una ecuación subversiva, sino más bien una letanía.

Me clavaron uñas en el corazón y respondí retorciéndome en mi espacio, devolviendo más tarde el dolor multiplicado. Choqué contra un fuego helado de pecado y costumbrismo, y decidí dibujarme el mapa en mi espalda, para verlo solo reflejado en los espejos. Borré los límites sociales y remarqué las corrientes de aire que llenarían mis alas. Y volé. Volé sobre calles y playas, sobre anchas espaldas y miradas vacías, distinguiendo a veces, desde las alturas, destellos en ojos que levantaban la vista. A la noche mantenía el vuelo bajo, y durante el día sonreía al sol de frente. Fueron tiempos de costas, de manos, de humo y voces negras, pianos y camas deshechas.

Los días y las noches llenaron un hueco profundo, un ansia de verdades cálidas y de tiernas caricias. Hambre de seguridad, de dos silencios hechos uno. Tiempos de vanguardia innecesaria, de aventuras ilimitadas y bares cerrados. Fueron tiempos extraños, que me hicieron aterrizar en tu alma.