sábado, noviembre 29, 2008



Mientras va pasando el tiempo, apenas tenemos tiempo de pararnos a pensar que va pasando. Volamos rumbo fijo a nuestro destino, a aquello que ansiamos y soñamos, lo que nos mueve. Y entretanto, él y ella van quedando atrás, espectadores de nuestra vida, cómplices de los primeros años, guardianes distantes de los que vienen detrás, y amigos desde que empezamos a comprenderlos. Pero, en mitad de todo ese proceso, hay un tiempo en que los olvidamos, y es justo en ese período cuando se produce la transformación, cuando dejan de ser lo que eran y comienzan a esperar. Esperan nuestra visita, esperan que nos acordemos, esperan un momento para él y para ella, esperan a que podamos, nos esperan.

Al principio, él y ella nos sostienen, nos dan la mano en nuestros primeros pasos. Nos cuentan y dicen todo lo que saben, como apurando los últimos segundos en el andén antes de que salga el tren. Luego, nos vamos alejando de a poco, sin darnos cuenta. Les discutimos, los negamos, los evitamos. Y ellos, tiernamente, nos sonríen con la complicidad del que ya volvió.

Y qué bello nos resulta levantar el vuelo, salir, buscar, experimentar. No comer y no dormir como sacrificios livianos para la libertad. Una rutina que cobra sentido porque, de ese modo, construimos una individualidad fuerte y segura. También ellos, él y ella, están ahí mientras tanto, observando todo desde un pequeño agujerito, preparados por si, en algún momento, han de salir en nuestro auxilio.

La rutina se alarga, se eterniza, y nosotros continuamos luchando día tras día. Ellos, que son más listos que nosotros, que ya vivieron lo que nosotros, aceptan con estoica resignación que llegó el momento, se sienten satisfechos porque, lo que comenzó con pasos inseguros, alcanzó el vuelo adulto, lo que significa que ellos, que ya no son los de antes, sólo tienen que esperar. Esperar nuestra visita, esperar a que nos acordemos, esperar el momento de él y de ella, esperar a que podamos, esperarnos.

No nos damos cuenta, pero, cuando regresamos, cuando podemos regresar, ya es tarde, y ellos ya son otros. Cuando regresamos, recordamos aquellos días en que nos agarraban la mano para ponernos en pie, recordamos cuando nos decían que, algún día, nos acordaríamos de aquellos días. Entonces, sólo entonces, cuando empiezan a esperar, cuando ves que no hay vuelta atrás, es cuando empezamos a comprenderlos.