miércoles, agosto 26, 2009

Simplezas

Casi siempre me pasa cuando ando enfrascada en la rutina más mecánica y menos trascendente que existe. Y es que mi mente se marcha de viaje cuando menos me lo espero, dejándome a mí parada en medio de la colada, o fregando el suelo, o planchando (sobre todo planchando, vete tú a saber por qué). Mientras mi cuerpo realiza esas actividades que nada tienen de especial, mi imaginación emprende la huída hacia espacios que nada tienen que ver con ese momento. Sueño encuentros, conversaciones, lugares, risas. Vivo varias vidas en el tiempo que tarda en hervirse la pasta. ¿No es extraño? Cuanto menos importante es aquello en lo que mi cuerpo está ocupado, más maravilloso es el viaje de mi mente. Como si viviera varias vidas, como si algo en mí supiera que éste no es mi lugar, el pensamiento me arrastra para que pueda ver qué hay más allá, hasta dónde puedo llegar.

Hoy me pasó planchando, como decía que me pasa más a menudo. Estaba alisándole las arrugas a una camisa de algodón, cuando, de repente, me vi en aquel bar. Era capaz de oír el murmullo de la gente, sus conversaciones. Sentía en mis labios el sabor de la cerveza y, para qué negarlo, ese punto de embriaguez que a todo aplica su pizca de diversión. Los olores vinieron a mí de repente, el humo del tabaco. Y tú estabas ahí, medio melancólico medio a la espera, sin saber bien qué iba a pasar. Y ese “te acercaste a mí con el sigilo de la pantera” salió de mí, de mi boca, de mis ojos, de mi piel.

De golpe, un mar de sensaciones me explotaron dentro. El ruido fue tal que me devolvió de repente a la habitación en que estaba planchando esa camisa de algodón. La volví a arrugar y bajé a la calle, a despejarme.

No puedo evitarlo. Aún te recuerdo.

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